sábado, 11 de octubre de 2014

Interpretación.

Le dije que lo metiera todo, que no se detuviera ni un centímetro a pensarlo. Que era lo que más quería en ese momento. Quería romperme en dos, que mi cuerpo se quebrara de una buena vez por todas. Y lo hizo. Yo sentí un balazo en el pecho, como aquella vez que corrimos calles arriba y casi se me salía el corazón, algo por el estilo.
Parte de mí se quedaba en la habitación, el olor dulce del cabello, un silencio infinito después de mi último grito ahogado con todas las esperanzas de salir consiente. Lo empujó tantas veces como se lo permitieron sus fuerzas, tantas como le imploraban mis ganas.
Tan despacio y dulce al principio, como una balada sosa y larga; luego con tanta violencia y frenesí que casi me desmayo antes del final. Me parecieron larguísimos esos momentos, casi como si todo se fuera en esas prolongadas platicas para convencerlo de que debía saciar mi carne, de que estaba obligado a cumplir mis arrebatos.
Yo sabía que lo deseaba, que él también tenía ganas de dejarlo adentro, disfrutando de mi atormentada tibieza, de mi inestable sanidad. No tuvo jamás mejor funda para tan brillante herramienta.
Siempre pudimos cambiar de opinión, pero no se nos daba la gana, preferimos que fuese un cerderío inexplicable, la más grotesca de nuestras escenas, de tantas que tuvimos. Por primera vez nos mostramos fieles a la desnudez, al reflejo, al mordaz cansancio que nos atascaba los ojos.

Mi cuerpo jamás dio nada, era infértil y frío, él le dio vida con cada embestida, le dio movimiento a la carcasa de piel y huesos. Jamás vi tanto miedo en sus manos que me apretaban, me acariciaban,  me aventaban y me volvían a levantar. La fuerza de mis gestos, la tarde atrapándonos en un mojado festín de exquisita ternura, no estoy exagerando, no suelo mentir ya.