A ÉL siempre le gustaron más
los botones de rosa que las propias rosas.
Aspiraba en sus manos el dulce
aroma de ternura que le dejaban esas terneras luego de hacerles el amor.
Se hundía en ellas tan
ávido, tan hambriento, que aunque no les doblaba la edad sabía bien que ellas
terminaban por envejecerlo; y así cada beso, cada celebración, cada dato nuevo,
cada ombligo, lo habrían de encanecer y desgastarse hasta dejarlo débil, tan solo.
Yo fui ternera dulce,
todavía olían a leche mis cabellos cuando lo conocí. Tan sobrio e
importante se paró delante mío y mostró sus pinturas, me dijo que era tanfrescatanhermosa
que debía posar para ÉL algún día y así guardarme siempre. Yo tan niña
(entonces) acepté de inmediato, luego me dejó postrada en cueros mientras sus acuarelas
y su lengua me delineaban cada rinconcito en la memoria.
Un día me pidió que nos
casáramos, le dije que no. Puso ojos de loco y no volvió a buscarme, tres
semanas después había una tanfrescatanhermosa ahí, en el estudio, posando y
oliendo a leche agria, dejando de ser ternera para mirarlo con ojos de vaca, de
esas vacas que van al matadero.
Si algo le agradezco fue
precisamente que me dejara ser vaca, que me diera los ojos dulces y buenos para
dar de mamar a pequeños botones de rosa, que me dejen tirada en la cama, que me
dejen cansada como un trapo.