domingo, 1 de mayo de 2016

Botones de rosa.

A ÉL siempre le gustaron más los botones de rosa que las propias rosas.
Aspiraba en sus manos el dulce aroma de ternura que le dejaban esas terneras  luego de hacerles el amor.
Se hundía en ellas tan ávido, tan hambriento, que aunque no les doblaba la edad sabía bien que ellas terminaban por envejecerlo; y así cada beso, cada celebración, cada dato nuevo, cada ombligo, lo habrían de encanecer y desgastarse hasta dejarlo débil, tan solo.
Yo fui ternera dulce, todavía olían a leche mis cabellos cuando lo conocí. Tan sobrio e importante se paró delante mío y mostró sus pinturas, me dijo que era tanfrescatanhermosa que debía posar para ÉL algún día y así guardarme siempre. Yo tan niña (entonces) acepté de inmediato, luego me dejó postrada en cueros mientras sus acuarelas y su lengua me delineaban cada rinconcito en la memoria.
Un día me pidió que nos casáramos, le dije que no. Puso ojos de loco y no volvió a buscarme, tres semanas después había una tanfrescatanhermosa ahí, en el estudio, posando y oliendo a leche agria, dejando de ser ternera para mirarlo con ojos de vaca, de esas vacas que van al matadero.

Si algo le agradezco fue precisamente que me dejara ser vaca, que me diera los ojos dulces y buenos para dar de mamar a pequeños botones de rosa, que me dejen tirada en la cama, que me dejen cansada como un trapo. 

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