Desde siempre me ha
encantado guardar secretos, pequeños (porque para esconderlos han de ser
breves) conjuntos de palabras que se atiborran en un rinconcito del alma porque
no queremos que nadie los vea, los repita, los piense. Nadie. Yo me los callo,
los disfruto severamente y en silencio, a la luz de la nada. Son gordos a veces
o delgaditos como unas manos ligeras, brillantes como los dientes largos y
bonitos de aquellas fotos.
Besos, citas, dulces, gritos (y dulces gritos),
dibujos, pieles, cabellos, reflejos, olores y texturas. Todo lo guardo y no es
malo, no me atosiga. Usualmente no me persiguen, aunque si me siguen a casa se
instalan en las libretas, o se quedan a dormir en mi almohada.
Ya no los sueño. Mis sueños son
dulces mientras que mis secretos pican porque ellos vienen de gargantas apretadas, mis
secretos pesan porque no importa cuántas veces se quieran ir, siempre terminan
acampando en mis orejas. Sonrío cuando se quedan, hay veces que dicen brillar
en mis ojos mientras pestañeo, pero me da miedo que se me caigan y los
encuentren, así ya no valen ni tres pesos.
Quiero todos, hasta los que
no son míos, quiero llenar las bolsas de mis pantalones (si tuviera) para no
poder caminar, para que no me dejen moverme y me ahoguen con su peso. Porque
podría dejarlos, soltarlos todos, “y digo, podría pero ¿por qué querría
hacerlo?”.
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