lunes, 11 de abril de 2016

I want it all, not nothing else.

Desde siempre me ha encantado guardar secretos, pequeños (porque para esconderlos han de ser breves) conjuntos de palabras que se atiborran en un rinconcito del alma porque no queremos que nadie los vea, los repita, los piense. Nadie. Yo me los callo, los disfruto severamente y en silencio, a la luz de la nada. Son gordos a veces o delgaditos como unas manos ligeras, brillantes como los dientes largos y bonitos de aquellas fotos. 
Besos, citas, dulces, gritos (y dulces gritos), dibujos, pieles, cabellos, reflejos, olores y texturas. Todo lo guardo y no es malo, no me atosiga. Usualmente no me persiguen, aunque si me siguen a casa se instalan en las libretas, o se quedan a dormir en mi almohada.
Ya no los sueño. Mis sueños son dulces mientras que mis secretos pican porque ellos vienen de gargantas apretadas, mis secretos pesan porque no importa cuántas veces se quieran ir, siempre terminan acampando en mis orejas. Sonrío cuando se quedan, hay veces que dicen brillar en mis ojos mientras pestañeo, pero me da miedo que se me caigan y los encuentren, así ya no valen ni tres pesos.
Quiero todos, hasta los que no son míos, quiero llenar las bolsas de mis pantalones (si tuviera) para no poder caminar, para que no me dejen moverme y me ahoguen con su peso. Porque podría dejarlos, soltarlos todos, “y digo, podría pero ¿por qué querría hacerlo?”.

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