Le dije que lo metiera todo, que no se detuviera ni un
centímetro a pensarlo. Que era lo que más quería en ese momento. Quería
romperme en dos, que mi cuerpo se quebrara de una buena vez por todas. Y lo
hizo. Yo sentí un balazo en el pecho, como aquella vez que corrimos calles
arriba y casi se me salía el corazón, algo por el estilo.
Parte de mí se quedaba en la habitación, el olor dulce
del cabello, un silencio infinito después de mi último grito ahogado con todas
las esperanzas de salir consiente. Lo empujó tantas veces como se lo
permitieron sus fuerzas, tantas como le imploraban mis ganas.
Tan despacio y dulce al principio, como una balada sosa y
larga; luego con tanta violencia y frenesí que casi me desmayo antes del final.
Me parecieron larguísimos esos momentos, casi como si todo se fuera en esas
prolongadas platicas para convencerlo de que debía saciar mi carne, de que
estaba obligado a cumplir mis arrebatos.
Yo sabía que lo deseaba, que él también tenía ganas de
dejarlo adentro, disfrutando de mi atormentada tibieza, de mi inestable
sanidad. No tuvo jamás mejor funda para tan brillante herramienta.
Siempre pudimos cambiar de opinión, pero no se nos daba la
gana, preferimos que fuese un cerderío inexplicable, la más grotesca de
nuestras escenas, de tantas que tuvimos. Por primera vez nos mostramos fieles a
la desnudez, al reflejo, al mordaz cansancio que nos atascaba los ojos.
Mi cuerpo jamás dio nada, era infértil y frío, él le dio
vida con cada embestida, le dio movimiento a la carcasa de piel y huesos. Jamás
vi tanto miedo en sus manos que me apretaban, me acariciaban, me aventaban y me volvían a levantar. La
fuerza de mis gestos, la tarde atrapándonos en un mojado festín de exquisita
ternura, no estoy exagerando, no suelo mentir ya.